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Manuscrito de la madre/Juana Manso

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3 de abril 1846.

Hay días en la vida de una criatura que sería necesario señalar con piedra negra, y el que figura a la cabeza de este capítulo es uno de ellos. Serían las ocho de la noche del día 3 de Abril de 1846 cuando el ruido de las cadenas y del ancla nos anunciaron que el Bergantín Goleta Cumberland, daba fondo en la margen del Delaware donde se asienta la ciudad de Philadelphia. El aire era frío y penetrante como lo es por lo general en la primavera en estos Países, veníamos también habituados al clima cálido de la Costa del Norte del Brasil y el frío se nos hacía doble haciéndonos temblar de pies a cabeza.

El Capitán del Cumberland había partido en uno de los innumerables vapores que cruzan el Delaware en todas direcciones dejándonos fondeados por falta de viento dentro del río: ni N… ni yo hablábamos una palabra de inglés, de manera que al llegar a Philadelphia de noche no sabíamos ni como poder desembarcar: el Piloto y los marineros se aprontaban a saltar a tierra mientras que nosotros molidos de un viaje de cuarenta días al que se agregaba la falta total de comodidades del buque; temblando de frío y mudos por necesidad, estábamos sentados sobre nuestros baúles mirándonos y sin saber qué decir uno al otro; bien resignados a la verdad a pasar la noche allí si nos lo permitía el Piloto y esperar la luz del día para entonces tomar un partido. Ya comenzábamos a sentir la falta del idioma y más aún la falta de un amigo o a lo menos de gentes a quienes nos ligasen algunas conexiones…¡alguna simpatía…!

En aquel momento bajó a la cámara el Práctico del Río (que tengo mis razones para pensar que no era americano), y haciéndose entender como pudo por señas y algunas palabras que yo entendía en inglés se ofreció a conducirnos a un hotel: nosotros veníamos con destino al United States Hotel, de modo que saltamos en tierra y seguimos a nuestro guía que echó a andar delante de nosotros queriendo ya instruirnos en las calles y lugares más notables de la ciudad sin calcular que en primer lugar no nos era dado comprender lo que decía sino fugitivamente y en segundo lugar que casi yertos de frío nos apretábamos uno contra el otro y caminábamos ansiosos de llegar a lugar abrigado.

La noche como ya lo he dicho estaba fría y casi toda la gente que encontrábamos corría por las calles; los hombres envueltos en sus redingotes, las mujeres en sus capotillos.

En fin, nuestro guía paró a la puerta de una grande casa que tenía cinco pisos y nosotros fuimos introducidos en la sala de las señoras del United States Hotel. Ardía un buen fuego en la chimenea, una buena taza de té nos hizo volver al calor y después de algunos minutos una blanda y mullida cama de plumas en el cuarto 113 nos daba el reposo de que tanto habíamos menester. En cuanto a nuestro guía, así nos vio establecidos en el Hotel nos dio las buenas noches y quedamos nosotros solos en medio a aquel mundo desconocido.

Nosotros veníamos a los Estados Unidos impulsados por los consejos perniciosos de un hombre que no tuvo más objeto sin duda que agarrarnos el dinero del pasaje; y nosotros, con esa confiada imprudencia de la mocedad inexperta, nos arrojamos con escasos medios a probar fortuna en país tan extraño y distante.

Sin embargo no dejábamos de conocer que nuestra posición era peligrosa y que el más leve contratiempo podía acarrearnos graves consecuencias: y nunca la criatura piensa más y reflexiona en su vida que cuando da un paso falso o comete una imprudencia; pero esta cordura sólo viene después del disparate consumado.

Así nosotros ahora que ya estábamos en una tierra extraña cuyo idioma no comprendíamos y con tan poco dinero en el bolsillo, sentíamos una especie de malestar que los fatalistas suelen llamar presentimiento.

Yo principalmente me sentía triste acordándome de lo que generalmente se decía del carácter frío e interesado de los americanos y de la repugnancia que sentía al venir a este país: con todo, tu padre y yo nos mecíamos con suaves y brillantes quimeras y hacíamos mil castillos en el aire, hijos de los embustes con que el Cónsul americano en Pernambuco nos había trastornado el juicio.

Costumbre pésima de exagerar todas las cosas del país natal que no es patriotismo sino fanatismo ciego que nos induce al error; pues cada tierra tiene sus buenas y malas calidades.

Por eso cuando por vanidad queramos pintar perfecto aquello que nos pertenece y juzgamos que de ello podemos engreírnos, sacrificamos no sólo el testimonio de la conciencia que nos avisa que mentimos, como también nos exponemos a sacrificar el destino y aun la vida entera de los que oyéndonos y respetando nuestra palabra, se guían por lo que dijéremos.

Manuscrito de la madre. 3 de abril 1846. En Apéndice del libro Juana Paula Manso. Vida y acción por María Velasco y Arias, Bs.As., 1937. LEER COMPLETO

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